domingo, 19 de diciembre de 2010

El sistema de pensiones en la encrucijada

En un escenario de crisis como el actual en el que el estancamiento económico y la destrucción de empleo convergen con niveles excesivos de deuda pública, afloran los debates que ponen en cuestión los actuales pilares del Estado del bienestar. Entre los más acalorados está el relativo a la viabilidad del sistema de pensiones de reparto. ¿Es éste sostenible en un entorno donde cada vez parece haber más pensionistas y menos cotizantes?

Con la pregunta en el aire, diversos expertos y actores sociales se apresuran a desempolvar sus propuestas de reforma. El gobierno ya se había decantado por la opción de retrasar la edad de jubilación y congelar las pensiones. Sin embargo, tras el descontento general que provocó el anuncio de las medidas, decidió recular y esperar un tiempo más antes de hacerlas definitivas. Cuando pase la tormenta.

El actual esquema de reparto, en vigor desde 1961 y reformado durante la transición, consiste en que el trabajador afiliado cotiza un porcentaje de su salario (28%) a un fondo de la seguridad social de donde se pagan las pensiones presentes. Es decir, la cuantía de la pensión depende del número de ocupados, las cantidades aportadas por cada uno, del número de pensionistas, de lo pronto que estos se jubilen y, por si fuera poco, del incremento anual necesario para evitar que nuestros pensionistas pierdan poder adquisitivo por el aumento de los precios. ¿Qué está pasando ahora? que el progresivo envejecimiento demográfico de España (siempre que no cambien las previsiones de crecimiento económico e incorporación de nuevos cotizantes) auguraría un futuro tal, que dentro de 10 o 20 años el número de cotizantes sería menor que el de pensionistas, y esto podría suponer para los trabajadores una carga demasiado pesada, en contextos donde la situación del empleo tiende a deteriorarse. La situación a septiembre de 2010 arroja un promedio de 2 cotizantes por pensionista y las estimaciones de algunos sobre lo que viene no son demasiado tranquilizadoras: según la escuela de negocios IESE, de seguir a este ritmo la seguridad social española caería en un profundo déficit dentro de siete años. Revertir la tendencia sin tener que aumentar la edad de jubilación o congelar las pensiones necesariamente implicaría incrementar las tasas de ocupación allí donde hay margen de mejora, como entre las mujeres y los inmigrantes, o aumentando las bases de cotización (elevando el salario mínimo). Si consideramos el largo plazo, el fomento de la natalidad debería ganar enteros.

Los defensores del actual sistema acusan al gobierno de querer privatizar de forma encubierta la seguridad social recortando gasto público. Según ellos, el debate es sólo una cortina de humo que trata de ocultar la realidad de un modelo que garantiza las pensiones y que es fiel a los principios de equidad y solidaridad intergeneracional. Y si las crisis (económicas o demográficas) complicaran eventualmente su funcionamiento, convocar al diálogo en torno a la mesa del Pacto de Toledo podría generar los acuerdos necesarios para reformar el modelo por consenso. Después de todo, esta comisión, aprobada en 1995, se creó para resolver democráticamente estos problemas.

Excusándose detrás de las proyecciones más pesimistas, los detractores creen que es el momento de atacar a la filosofía misma del modelo y de tender hacia su liberalización. Según ellos, el trabajador debería cotizar para su propia pensión en vez de cotizar para las de otros. Romper el nexo generacional conllevaría acabar con el reparto en favor de la capitalización o, lo que es lo mismo, conferir mayor protagonismo a los planes de pensiones privados. De esta forma el trabajador tendría la exclusividad y disponibilidad sobre su pensión, además de la libertad para decidir cómo y cuándo jubilarse sin tener que depender de una decisión administrativa como ocurre actualmente.

En el sistema de capitalización, los trabajadores aportan (con sus cotizaciones) a un fondo de inversión de su propiedad, con una cartera de activos que pueden ir de mayor a menor riesgo y que depende enteramente de su elección. Esto implica asumir la responsabilidad sobre su futura pensión y, por extensión, del riesgo de mercado que pudiera surgir (la posibilidad de que el fondo obtenga pérdidas), aunque como dicen sus promotores, puede generar rentabilidades positivas, que es precisamente donde reside el atractivo del mismo.

Esquemas más parecidos al de capitalización son los que se han adoptado en países como Suecia y Chile: el primero es un ejemplo de reforma en este sentido bajo unas condiciones económicas parecidas a las de España; el segundo, es el pionero en la aplicación de este sistema. Por ejemplo, en Suecia, el antiguo sistema de reparto se convirtió por consenso en un sistema mixto a finales de los años 90. Por un lado tiene un componente de reparto, en el que parte de la cotización (que corresponde al 18,5 % del salario) va a un fondo público en el que cada trabajador tiene una participación con su nombre y apellidos; y por otro, un componente de capitalización, donde el monto restante de la cotización se invierte en un plan de pensiones propio. A diferencia de España, donde solo se computan los últimos 15 años cotizados, el sistema computa toda la vida laboral, hay libertad para elegir la modalidad de cobro de la pensión a partir de los 61 años y permite que el pensionista pueda seguir trabajando hasta cuando desee. Estas ventajas han situado al modelo sueco como uno de los mejores del mundo según el "Mercer Global Pension Index".

Este sistema copia aspectos del modelo chileno, casi totalmente privado, en el que las rentabilidades de los fondos de pensiones privados promedian, descontadas las comisiones por gestión, un 6% anual desde que se introdujera en 1981 y que ha logrado resistir las crisis financieras con notable solidez tal como revelan los datos de Superintendencia de pensiones de ese país. Como contraparte, un sistema de estas características exige un entorno institucional poco regulado, donde se está a expensas de la volatilidad del mercado. El papel del Estado se limita a compensar aquellas pensiones que resulten insuficientes por el hecho de haber tenido una base de cotización reducida, es decir, en personas cuyos ingresos hayan sido bajos. Así se podría evitar el caso de que existiera una gran diferencia entre prestaciones que mantuviera o acentuara las desigualdades sociales durante la vejez.

A diferencia de Chile, en otros casos, como los de Argentina o México, la situación ha estado lejos de ser la ideal y han optado por dar marcha atrás. Algunos consideran que las autoridades han sabido enmendar el rumbo y evitar la implantación plena de un sistema que parece tener más de “desprotección” que de previsión social. Pero en nuestra opinión se trata de países donde los mercados de capitales, las gestoras de fondos y el papel regulador del sector público no han sido todo lo flexibles y transparentes que requiere un modelo como el chileno. El primero optó por una re-nacionalización de los fondos privados ante la novedad de un sistema de rentabilidad incierta y riesgos elevados. El segundo optó por mantenerlo, e indaga hoy las posibles reformas del mismo ante el malestar social que ha generado, al igual que en el país austral.

Con las piezas puestas en el tablero está por ver qué hará nuestro país. Existe un consenso entre los expertos en que la alternativa de capitalización no parece viable para España debido a su alto coste de transición tanto económico como político aunque, en nuestra opinión, podría indicar el camino para posibles reformas parciales (a la sueca) que logren ahuyentar definitivamente los fantasmas de quiebra. Lo único claro es que cuanto más tiempo tardemos en dar una respuesta al problema, más incertidumbre e inseguridad crearemos entre pensionistas, trabajadores y, por ende, en las generaciones futuras.

Por Luis Daniel Ávila, David Blanco, José Luis Blanco, José Clavero, Alejandro Escribano, Ismael Juárez y Carlos Lorente.

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