viernes, 24 de diciembre de 2010

Cultura libre, comercio libre

La confrontación causada por el intervencionismo estatal en política cultural en determinados países, como sucede en España, se remonta a las negociaciones del GATT en 1993. Entonces los franceses acuñaron un término que se hizo muy popular: la excepción cultural. Se refería a la exclusión de los bienes y servicios culturales de los tratados de libre comercio. El argumento empleado a favor de esta postura es que la cultura no se puede tratar como mercancía, ya que posee unos valores necesarios para el desarrollo de las personas que se ven amenazados por las políticas liberales. En la actualidad se prefiere hablar de diversidad cultural. Desde los sectores críticos con el neoliberalismo, se extiende la alarma ante el peligro de extinción de manifestaciones culturales que no pueden competir contra la homogenización favorecida por la globalización. Se critica la actitud de la OMC, opuesta a las medidas proteccionistas en política cultural. Estas reclamaciones llevaron a la UNESCO a proclamar en una declaración universal que la diversidad cultural es patrimonio de la humanidad.

En contraste con la impresión generalizada de que las opiniones sobre esta cuestión dependen exclusivamente de las ideas políticas, en Francia existe consenso a la hora de proteger la cultura nacional. Para los franceses siempre ha sido prioritario vender la imagen de su país en el mundo. El fomento a través de los medios de masas de una actitud favorable a una cultura puede ser muy rentable. La industria audiovisual juega un papel primordial en la fijación de los imaginarios colectivos asociados a países como Francia, cuyo cine vende lo francés como una marca comercial cuyos beneficios transcienden ampliamente la recaudación en taquilla de las películas. No se trata de proteger la cultura entendida como transmisión de conocimientos, sino de estilos de vida asociados con un país y su área de influencia, lo que repercute en diversos sectores de la economía. Por eso en Francia la política de ayudas estatales a las industrias culturales no se ve como un gasto, sino como una inversión.

El modelo francés se ha tratado de importar a España, quedando muy lejos de alcanzar los resultados que ha supuesto en el país vecino. Al contrario, ha generado un fuerte rechazo social. El gasto público destinado a las industrias culturales provoca desde hace tiempo una intensa polémica en nuestro país. En el caso del audiovisual, la actual situación de crisis económica agudiza la de un sector que no llegó a consolidarse, a pesar de los avances en la década de los 90. A todo ello se añade la crispación política que hoy más que nunca afecta a la percepción que los españoles tienen del cine producido en su país y del controvertido sistema de ayudas públicas. Las críticas no suelen proceder de un debate ideológico en torno a la conveniencia del proteccionismo, sino que se centran en el clientelismo alentado por el reparto de subvenciones. Las voces críticas con la cultura subvencionada consideran que la libertad creadora no puede estar al servicio del poder. Al fracaso de la aplicación en España de la política francesa de protección a la cultura no son ajenas las diferencias de percepción de la propia imagen entre ambos países. Una ley no puede cambiar las mentalidades. En Francia hay una exaltación patriótica a favor de lo autóctono que no tiene el mismo respaldo social en nuestro país. Hay un afán de proteger la cultura francesa frente al dominio anglosajón, presentado como el enemigo externo característico de cualquier nacionalismo. La diversidad cultural en España funciona en relación con las reivindicaciones identitarias periféricas. En Cataluña, Euskadi y Galicia se respalda el apoyo de las instituciones públicas a la creación y difusión de productos culturales en las lenguas autóctonas cooficiales. Es frecuente el uso de la expresión “culturas amenazadas” para referirse a las reivindicaciones opuestas al centralismo.

La impopularidad de las medidas intervencionistas y la imposición del liberalismo llevan a buscar nuevas soluciones. Las medidas adoptadas para fomentar las industrias culturales no tienen su única expresión en las ayudas directas. La política de incentivos, como las deducciones fiscales, se está potenciando en numerosos países. De ahí procede el desarrollo de las Film Commission, que favorecen la atracción de rodajes, potenciando sectores como la industria turística.

Estos cambios se unen a la impresión de que nos hallamos al fin de una era. Las nuevas tecnologías traen consigo otras formas de producción, difusión y consumo, que afectan a los bienes y servicios culturales, y en especial a los medios audiovisuales. Las barreras que han marcado tradicionalmente la división entre culturas se diluyen. El reto que supone defender el respeto a la diversidad debe adaptarse a la nueva situación.

Por Juan José Fernández García

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